Todos fueron ejecutados
El Proud Lady: Una danza en las sombras del poder
Baja California Sur, un lienzo de desiertos abrasados y mares que guardan secretos. En sus costas, donde el sol quema la piel y el viento susurra traiciones, la península se convirtió en un tablero de ajedrez para el narcotráfico. La DEA, con sus ojos de halcón, comenzó a escrutar la navegación marítima, alertada por un rumor que corría como pólvora: los políticos de la región, guardianes de la ley en apariencia, eran cómplices de los narcos colombianos que usaban estas tierras como puente para sus cargamentos de polvo blanco.
En el centro de esta telaraña estaba Michael Roger Batista Beesbe, un hombre de mirada esquiva y nervios de acero. Confesó, con la frialdad de quien sabe que ha perdido el juego, que entregaba 200 mil dólares a Raúl Salinas de Gortari, hermano del presidente de México, por cada cargamento que cruzaba la ruta de Baja California Sur. Pero el destino le tendió una emboscada: el 25 de agosto de 1990, minutos después de cobrar por un embarque de dos toneladas de cocaína en Santa Ana, California, la policía estadounidense lo atrapó. Las esposas en sus muñecas resonaron como el fin de una era.
Raúl Salinas, figura enigmática, orquestaba sus negocios desde la isla del Carmen, un enclave cercano a Loreto, la primera capital de las Californias, donde el tiempo parecía detenerse entre palmeras y arenas doradas. Allí, en la penumbra de las noches sin luna, se tejían pactos con los narcos. La DEA, alertada por el fallido asalto a Tembabichi, intensificó su vigilancia. Sabían que la droga fluía como un río invisible, pero no entendían por qué los Carrola, temidos capos locales, no lograban dar con los “mañosos”. El misterio era un velo que ocultaba verdades más oscuras.
El 29 de agosto de 1990, la red comenzó a desmoronarse. Edwin Hernández, agente de la DEA con la tenacidad de un sabueso, coordinó con federales mexicanos la captura de Nilo María Batista Ocampo, padre de Michael, y su acompañante, Rosalba Salgado Heredia, en la calle Río de Tijuana. Bajo el sol implacable, los llevaron a la Ciudad de México, donde el aire denso de la capital parecía presagiar traiciones. Virginia Batista Beesbe, al enterarse, movió cielo y tierra: promovió un amparo ante el Juzgado Tercero de Distrito en materia penal. Pero cuando el actuario llegó a los separos de la policía judicial federal, los detenidos habían desaparecido, engullidos por una mazmorra donde ningún extraño podía entrar. Era un lugar de muros húmedos y gritos silenciados, un limbo para los olvidados.
Diana Batista, con astucia y conexiones, se alió con Jorge Carpizo McGregor, entonces presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos. Juntos, utilizando la recomendación 130/91, lograron que las primeras investigaciones de la DEA se desvanecieran como humo. Raúl Salinas, por el momento, quedaba intocable, protegido por un manto de influencias.
La trama dio un giro el 3 de septiembre. Edwin Hernández, en un movimiento desesperado, llevó a Nilo María y Rosalba a casa de Diana, con la esperanza de grabar una llamada a Colombia que delatara a sus socios. Nilo, con la calma de quien conoce los abismos, respondió: “No sé con quién debo hablar”. Sus palabras, cargadas de desafío, resonaron en la habitación. “Parece que dices la verdad, cabrón”, gruñó Edwin, frustrado. “Te llevaré al hotel donde te tenían los federales.” Minutos después, los detenidos fueron alojados en la habitación 3208 del hotel Nikko, un refugio temporal en el corazón de la capital, donde el lujo contrastaba con la sordidez de su situación.
Días después, el cónsul estadounidense James Wytman exigió la comparecencia de Nilo. “Tráiganme a ese cabrón”, ordenó a los policías mexicanos. En una escena cargada de tensión, Nilo se enfrentó a su hijo Michael, esposado junto al comandante Guillermo Robles Liceaga y un séquito de agentes federales. “Más vale que te declares narco, hijo de tu chingada madre”, rugió el comandante, fingiendo rigor para despistar a los estadounidenses. “Sabemos que traficas cocaína en un barco.” Nilo, imperturbable, negó todo. Una cachetada resonó en su rostro, pero los representantes del “Tío Sam”, tan orgullosos de su respeto por los derechos humanos, guardaron silencio. Michael, con la voz quebrada, intervino: “No lo golpee, es mi padre. Tenemos un yate de placer, con él nos ganamos la vida. Está anclado en Cabo San Lucas.”
Edwin, con un brillo de esperanza en los ojos, exclamó: “¡Vamos! Estos cabrones no se quieren declarar culpables, pero la tripulación hablará.” El 5 de septiembre, un jet de la PGR aterrizó en San José del Cabo. En una camioneta de Avis, los agentes trasladaron a los sospechosos al muelle de Cabo San Lucas, donde la brisa marina traía ecos de traiciones. Allí, como en una mala película de serie B, sorprendieron a la tripulación del Proud Lady —Lino Jesús Vargas Soto, Ildefonso Ñafuñay Zeña y Aparicio Ríos Espinosa— durmiendo la siesta bajo el sol abrasador.
“Revisen bien”, ordenó Guillermo Robles, con Edwin pegado a él como una sombra. Los agentes registraron cada rincón del yate: camarotes, cubierta, puente, paredes. “¡Aquí está!” gritó un madrina. De las paredes falsas de un camarote emergieron seis paquetes de polietileno, 6.1 kilogramos de cocaína pura, junto con una pistola calibre .38 y una escopeta calibre 12 con 51 cartuchos. La tripulación, según declararon, usaba la droga para consumo y venta al menudeo, a espaldas de sus patrones.
“Bien, comandante”, dijo Guillermo a Alberto Robledo Serrano, jefe de la plaza en Baja California Sur. “Aquí tiene, le dejo a los detenidos para la consignación.” Pero la verdad era más turbia: Robledo, heredero de la ruta de la isla del Carmen, manipuló la investigación para desviar las sospechas de la DEA. Inventó la participación de un gringo, Jacke Duke Kimball, como socio de los Batista. Por desgracia, Valentín Ojeda Rodríguez, un campesino de El Triunfo que visitaba a su compadre Rosalío Huerta en San Pedro, fue atrapado en la red. Ambos, junto con Jacke, fueron detenidos.
En una casona de la colonia Bellavista, en las calles Pescadero y Mulegé, Robledo había construido celdas clandestinas, un submundo donde la ley no existía. Allí, con métodos brutales —tehuacanes con chile, toques eléctricos, asfixia con bolsas de plástico y simulaciones de ahogamiento en la playa de Los Barriles—, los federales arrancaron confesiones. Los detenidos, al borde del colapso, firmaron una declaración que narraba una historia inverosímil: el Proud Lady, procedente de Punta Mala, Panamá, había anclado frente a Buenavista con dos toneladas de cocaína para Jacke Duke Kimball. Al no aparecer Jacke, la droga fue enterrada en la playa, y una parte se vendió entre los “viciosos” del puerto.
La confesión, un guion mal escrito, se enredaba en la geografía: Buenavista, Los Barriles y Cabo San Lucas parecían fundirse en un solo lugar. Según el relato forzado, Nilo contactó a Colombia, donde “el Rony” le ordenó esperar a Jacke. Michael, meanwhile, viajó a Santa Ana para recibir un adelanto de 400 mil dólares. La farsa culminó con una escenificación para la prensa: en las celdas clandestinas, los detenidos fueron exhibidos como trofeos, mientras los periodistas, sobornados con billetes verdes o autos robados, publicaban la noticia con titulares grandilocuentes: “La policía judicial federal asesta un golpe al narcotráfico.”
Pero la verdad, como el mar, siempre encuentra grietas. Rosalío y Valentín fueron absueltos al año, mientras Jacke, perjudicado por la recomendación de la CNDH, tardó dos años en salir. Jacinto Romero, un periodista íntegro, celebró su libertad, mientras sus colegas, cómplices de la farsa, se tragaban su vergüenza. La esposa de Jacke, manipulada por los medios, lo abandonó, y el pueblo, testigo silente, comenzó a desconfiar de los “mercenarios de la pluma”.
Alberto Robledo, en un intento por desviar la atención de la DEA, protagonizó un accidente con una avioneta Cessna cargada con 740 kilos de cocaína. Declaró a Notimex que sus agentes habían derribado la nave, pero los pilotos escaparon, supuestamente auxiliados por cómplices en Lomas de Baturi. Era una mentira más en su repertorio.
El epílogo de esta historia es un rosario de muertes. Guillermo González Calderón, dispuesto a acusar a Raúl Salinas en una corte estadounidense, fue silenciado por un francotirador. Los federales que conocían los secretos del Proud Lady cayeron uno a uno: Carlos, Jesús Ignacio y Miguel Ángel Carrola, junto con Alberto Robledo y Guillermo Robles. Sus ejecuciones, como olas rompiendo en la costa, sellaron un pacto de silencio. La isla del Carmen, testigo muda, guardó sus secretos bajo el reflejo de la luna.
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