De aquellas escaramuzas revolucionas
Palabras previas del autor de la novela BCS ante la Corte gringa
Escribir una novela histórica o judicial no es tarea menor: exige sumergirse en el corazón de los hechos, desentrañar los expedientes y rastrear el origen de las causas con la precisión de un arqueólogo y la pasión de un poeta. No se trata solo de iluminar a los eruditos —historiadores o juristas, ese círculo selecto de entendidos—, sino de ofrecer una palabra escrita que, como el libro sacro sugiere, esté sazonada con verdad y humanidad, capaz de resonar en el alma de cualquier lector, sin importar su origen o saber.
El doctor Francisco Javier Carballo, en su advertencia al libro La Revolución de Ortega en B.C.S., sentencia con aguda ironía: “El primer requisito del que escribe historia es la ignorancia, una ignorancia que simplifica y aclara, selecciona y omite.” Esta máxima, que podría extenderse al ámbito judicial, nos invita a despojarnos de prejuicios y a narrar con una mirada limpia, sin inclinaciones que favorezcan a uno u otro en la búsqueda de justicia. Por ello, la justicia se simboliza como una dama de ojos vendados, sosteniendo en su mano izquierda una balanza sutilmente inclinada y, en la derecha, una espada que promete equidad. En su ceguera, encuentra la imparcialidad; en su equilibrio, la verdad.
Por su parte, Felipe Ojeda Castro, en el prólogo de su obra La Revolución en B.C.S., nos ofrece una visión profundamente arraigada en la identidad sudcaliforniana: “La Revolución en B.C.S. es un tímido intento hacia el logro de una doctrina propia, con perfiles auténticos, sin trasplantes extra-lógicos ni esquemas ajenos a nuestras peculiaridades, forjada en un medio geográfico que se ha transformado al servicio de la comunidad.” Estas palabras evocan un esfuerzo por reivindicar una historia local, moldeada por el paisaje árido y el espíritu indomable de Baja California Sur.
Sin embargo, no faltan quienes, desde la distancia del tiempo y la comodidad de la indiferencia, desmerecen a los protagonistas de esta gesta. Algunos, que nunca empuñaron un arma ni conocieron el polvo de los caminos revolucionarios, osan tildar a los orteguistas de simples “roba-vacas” que jamás dispararon un tiro. A ellos respondemos con la contundencia de los hechos: el solo acto de alzarse en armas, de desafiar al poder establecido mientras el jefe político decretaba su persecución y fusilamiento, basta para inscribir sus nombres en las páginas de la historia. No los elevamos a altares ni los cubrimos de laureles inmerecidos; los presentamos como lo que fueron: hombres y mujeres de valor californiano, que lucharon por sus ideales, sus tierras y su dignidad.
En la página 34 de La Revolución en B.C.S., Felipe Ojeda Castro relata que el teniente Pedro Orozco no pudo asistir a la Convención de Aguascalientes, pues un permiso especial lo llevó a defender su rancho de las ambiciones de manos extrañas. Casi un siglo después, en un eco doloroso de esa lucha, su hijo Ramón Orozco Burgoin enfrenta la misma zozobra: la amenaza de despojo de un bien inmueble legado por su abuela y defendido por su padre desde 1913. Esta lucha por la tierra, que trasciende generaciones, no es solo un conflicto legal; es un grito de resistencia contra la injusticia, un testimonio vivo de la tenacidad sudcaliforniana.
La historia de Pedro Orozco González, quien bajó del rancho La Candelaria al conocer el vil asesinato del presidente Madero y de Pino Suárez, es un capítulo vibrante de esta narrativa. El golpe de Estado orquestado por Victoriano Huerta, con el respaldo del sobrino de Porfirio Díaz y la complicidad de un ejército traicionado, encendió la chispa de la rebelión. En San José del Cabo, Pedro Orozco, junto a su compadre Manuel González —conocido como El Panza de León por su arrojo legendario—, reunió a cincuenta hombres armados, dispuestos a derramar su sangre por la libertad. En ese momento crucial, el abogado Félix Ortega, con la pluma como espada, redactó el Plan de Las Playitas, adhiriéndose a los ideales de Venustiano Carranza y tejiendo una alianza que fortalecería la causa revolucionaria en Baja California Sur. Así, los orteguistas escribieron una página imborrable en la historia de la región.
El capítulo II de esta novela tiene un propósito claro: revelar la verdad de la verdad, no solo al pueblo, sino también a los jueces que debieron pronunciar sentencia en el proceso agrario 056/2002. El narrador, guiado por un amor inquebrantable a la justicia, debe abstenerse de combatir derechos legítimos o de alimentar presunciones injustas. Su pluma no ha de recurrir a artimañas deshonestas ni a maniobras perversas que dañen a un tercero. La claridad y la fuerza del raciocinio son sus herramientas primordiales, pues esta obra, aunque dirigida a la inteligencia, no olvida el corazón.
Esta novela entrelaza dos tipos de causas: la civil, que busca esclarecer un derecho en disputa, y la criminal, que denuncia los delitos y crímenes que emergen entre las líneas de la narrativa. Aunque informativa y aparentemente austera, carece de adornos poéticos o académicos. No pretende rivalizar con los grandes oradores judiciales como Cortina, Demóstenes, Cicerón o Jovellanos, cuya elocuencia resuena en los anales de la retórica. A los críticos que busquen florituras literarias, les pedimos humildemente que dirijan su mirada a esos titanes y dejen que esta obra cumpla su propósito: dar voz a un pueblo agraviado.
En la vida pública, hay momentos en que las ideas y los sentimientos sacuden el espíritu colectivo, momentos en que la injusticia clama por una voz que la denuncie. Esta novela, enmarcada en un género popular, se dirige a un público diverso, entretejiendo retazos políticos, sociales, económicos y técnico-jurídicos. Es un mosaico de la experiencia humana, un testimonio de la lucha por la justicia y la memoria, y una invitación a no olvidar a quienes, con valor y sacrificio, forjaron el alma de Baja California Sur.
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