La brutal muerte del Mañanitas
¿Quién ordenó mi muerte? Clama Gilberto desde ultratumba
(Crónica periodística publicada en la revista Cárcel Propia, diciembre de 2004)
¿El Min? ¿El Julio? ¿El Jean? ¿El Cruz? ¿La Mónica? ¿La dama Equis? Yo, Gilberto Amador Talamantes, burócrata con años de servicio, clamo desde la muerte a mis compañeros de trabajo y a mis amigos beisbolistas: no permitan que mis asesinos anden libres, mucho menos que quien ordenó mi ejecución camine impune entre los míos.
Ese pensamiento resonó en mi mente al ver la fotografía de “El Mañanitas” en El Peninsular. Su desaparición misteriosa culminó con el hallazgo de un cadáver que la escena del crimen desnudó: ejecución pasional o venganza personal.
Conocí a Gilberto un día en que Enrique Cota protagonizaba una huelga de hambre en la explanada de Gobierno, bajo el mástil de la bandera, exigiendo justicia. Ya lo había visto antes, pero esa vez me pareció un hombre singular: de temperamento firme, no del montón. Lo volví a encontrar en el Instituto de la Juventud, donde compró mi novela Avionazo en Baturi y la compartió con una dama que lo buscaba a menudo, siempre acompañada de una joven de figura esbelta.
Gilberto parecía inquieto. Desde las bancas de El Jardín Velasco, mientras entrevistaba a un anexado de 24 horas, lo observaba conversar con distintas personas. Una tarde, le silbó a un joven en un carrito azul, recién ganado en una rifa de un centro comercial. Hablaron junto al teléfono público en la parte norte de la plaza. Poco después, llegó la pareja que lo buscaba con frecuencia.
No volví a verlo en esa institución. Pregunté por él y me dijeron que trabajaba en la policía estatal, entregando citatorios del Ministerio Público. Antes, había sido chofer de Manuel Salgado Amador, director de Gobernación en 1999, al inicio de la administración leonelista. Ahí, según rumores, Gilberto se descontroló, consumiendo cocaína junto a hijos, sobrinos y allegados de funcionarios públicos, con la aparente venia del Ejecutivo.
Hizo dupla con Julio Méndez, cuñado de Benjamín de la Rosa Escalante, quien reemplazó a Salgado tras una renuncia simulada. Este último se pasó al Partido Verde Ecologista, sirviendo de fachada al régimen leonelista.
En la Defensoría de Oficio, Gilberto empezó a tener roces con la licenciada Mónica Camacho. “El Mañanitas” pasaba más tiempo ayudando a una familiar que vendía refrescos y bocadillos en el CERESO que cumpliendo sus funciones. Rumores lo tildaban de “güevudo”, alguien con agallas, lo que incomodó a la amiga íntima de Cruz González, jefe de Recursos Humanos. Este, a su vez, compartió su inquietud con Homero Bautista, jefe de asesores jurídicos.
Por esos giros impredecibles de la mente, Gilberto comenzó a perder el equilibrio emocional, y su vida laboral se tornó insostenible. Tras un enredo personal, solicitó un adelanto de sueldo. Rogelio Martínez Santillán, oficial mayor, firmó la autorización, pero Cruz González, al recibirla, prometió: “En unos días te llamo para programarte en finanzas”. No solo no llamó, sino que “perdió” la solicitud.
“No la encuentro”, se excusó Cruz cuando Gilberto fue a reclamar.
“No mi líder, esto es represalia por lo de la licenciada Mónica”, respondió Gilberto, tajante.
“Deja eso”, cortó Cruz, evitando ventilar su relación con Mónica.
Harto, Gilberto acudió al gobernador Leonel Cota, quejándose del jefe de Recursos Humanos. “Encárgate de eso”, ordenó el Ejecutivo a Víctor Martínez, secretario general de Gobierno. En una reunión con Rogelio y Cruz, hubo reclamos velados. “Te dije que yo te lo resolvería, ¿para qué molestar al gobernador?”, reprochó Rogelio.
“No mi líder, ya Leonel me autorizó otro préstamo”, remató Gilberto, hiriendo el ego del oficial mayor. Cruz, con el rostro desencajado, insistió: “Te lo voy a resolver”. Pero en privado, él y Rogelio se quejaron al gobernador por la altanería del empleado. “¡Mándenlo a la chingada!”, exclamó Cota exclamó, sin calibrar las consecuencias.
El poder corrompe. Como decía Reinhold Niebuhr en La Oración de la Serenidad, el hombre es bueno por sí solo es bueno, solo, pero en la política se convierte en un ser sin escrúpulos.
El 1 de mayo, durante el desfile obrero-patronal, Gilberto pasó con el contingente de burócratas frente al estrado donde estaba el gobernador, flanqueado por Juan Sánchez Ortiz, Cruz, Rogelio y Lizárraga Peraza. Creyendo que se burlaban de él por el préstamo incumplido, gritó: “¡Leonel! Tu, tu hijo y tus sobrinos tienen la ciudad llena de droga!”. Amigos lo retiraron del lugar, conscientes del peligro de provocar a una autoridad ofendida.
El viernes de esa semana, los hermanos Maldonado Yáñez, policías municipales al servicio de “El Güero de la Misión”, invitaron a Gilberto a salir. Le mostraron un paquete de cocaína pura. Él aceptó, pero pidió dejar su jeep en el sindicato de burócratas para su esposa. En la calle Legás, frente a la capilla de San Martín de Porres, estacionó el vehículo y avisó por celular que iba a una “comisión de trabajo” en el sur.
No se supo más de él. Los hermanos Maldonado también desaparecieron. Días después, el cadáver de Gilberto apareció en una vereda cerca del rancho del presidente municipal, Víctor Manuel Guluarte. Su cuerpo mostraba huellas de tortura, mutilación, con señales de que las aves de rapiña habían comenzado su obra.
La escena del crimen dejó muchos indicios; manchas de sangres por la vereda, entre las ramas como diciendo que el Mañanitas había corrido y lo mataron a balazos o que los hermanos Maldonado Yáñez corrieron al ver que mataban hincado al Mañanitas y por eso se advierte sangre entre los matorrales.
Por su parte el Coreano me confió que cuando llegó Leonel y Saúl, El mañanitas se hincó pidiéndole perdón y fue ahí donde Leonel le disparó causándole la muerte.
Los crímenes amparados por el poder rara vez se esclarecen por la vía legal. Es el pueblo quien, con sus sospechas y murmullos, adivina al culpable. *Vox populi, vox Dei.
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