La ejecución
La Ejecución
14 de junio de 2025
El sábado 27 de mayo de 2001, el comandante Guillermo Murrieta López fue encontrado acribillado en la colonia Tlalnepantla, Estado de México. Su cuerpo, perforado por balas, yacía como un mensaje brutal en el asfalto.
—¡Puta madre! — exclamó Jesús Ignacio, con los ojos fijos en el periódico que relataba el crimen. —El perfil de la ejecución huele a la célula de Miguel Nazar.
—¡Cállate, cabrón! — lo cortó Miguel Ángel, con un gesto seco. —Ese cabrón es cosa seria. Hay que esperar el llamado del jefe para saber qué hacer.
José Luis Lara, el más joven del grupo, escuchaba en silencio, absorbiendo cada palabra. Sus patrones, los Carrola, hablaban con una mezcla de rabia y cautela que lo intrigaba.
—Tú no los conoces, José Luis —dijo Jesús Ignacio, notando su atención. —Eres muy chavalo, pero ya irás conociendo la mierda de este país.
—Sí, señor —respondió José Luis, con la voz firme pero cargada de curiosidad.
El sonido estridente del teléfono los hizo brincar.
—¡Mira! —Jesús Ignacio señaló el identificador de llamadas. —Es el jefe.
—Tú lo invocaste —bromeó Miguel Ángel mientras levantaba el auricular. —¿Sí, señor?
Jesús Ignacio hizo una seña a José Luis. —Vámonos pa’ fuera, déjalo hablar a gusto.
—¿Con quién habla? —preguntó el joven, incapaz de contenerse.
—Todavía no te podemos contar todo, no te desesperes —respondió Jesús Ignacio, con un tono que mezclaba advertencia y paciencia. —Algún día estarás listo.
José Luis asintió, pero en su mente hervía una furia contenida. Desde que tuvo aquel sueño, una visión donde sintió el peso de un pueblo que solo descansaría con la muerte de los Carrola, la venganza se le había anidado como un parásito. No dijo nada. Solo esperó.
—¡Chucho! —gritó Miguel Ángel desde el interior.
—¿Qué pasó? —respondió Jesús Ignacio, abriendo la puerta de golpe.
—Tenemos un trabajito.
—Ya era hora —dijo, con una chispa en los ojos. —¿A quién nos echamos?
—Calmado —replicó Miguel Ángel, lanzando una mirada hacia José Luis. —No delante del morro.
—Okey —aceptó Jesús Ignacio, bajando la voz.
Esa noche, José Luis se reunió con Leo, su hermano de crianza, y le contó lo que había oído.
—¿A quién van a ejecutar? —preguntó Leo, con la voz tensa.
—No me quisieron decir —admitió José Luis. —Solo hablaron del “trabajito”.
—Te hubieras ofrecido a participar, para ganarte su confianza —dijo Leo, pensativo.
—Lo pensé, pero no quise precipitarme.
—Hiciste bien —corrigió Leo. —Este es el momento que esperábamos. Ponte abusado. En cuanto salgan para el jale, me avisas. Nosotros nos encargamos del resto.
—Okey —respondió José Luis, pero una duda lo detuvo. —Oye, ¿qué es una célula de la Brigada Blanca?
Leo frunció el ceño, preocupado. —¿De dónde sacaste ese nombre?
—Se le fue la lengua a Jesús Ignacio, pero Miguel Ángel lo calló porque yo estaba ahí.
Leo respiró hondo, relajándose un poco. —La Brigada Blanca es una organización de militares y judiciales federales creada para aplastar a los grupos guerrilleros. Entre sus peces gordos están Miguel Nazar Haro, José Antonio Zorrilla, Juan Rafael Moro, Arturo Acosta Chaparro, Francisco Quiroz Hermosillo, Francisco Sahagún Baca, Florentino Ventura, Jesús Miyazahua... Y sí, también mi papá, Leo.
José Luis lo interrumpió, con los ojos abiertos de asombro. —¿Todos son unos desalmados? ¿Tu papá también?
—Hay cosas que irás entendiendo con el tiempo —respondió Leo, evasivo. —Cuando se desmanteló el grupo C-047, o la Novena Brigada de la Dirección de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia, cada integrante formó su propia célula. Ahora esas células ejecutan a quien estorbe. Los Carrola son parte de una.
—¿Entonces van a ejecutar a los que mataron a Murrieta? —preguntó José Luis.
—Exacto. Murrieta los ayudó cuando los sudcalifornianos casi los linchan. Pero hasta aquí le paramos. Avísame cuando salgan para el jale. No lo olvides.
—Okey, buenas noches —se despidió José Luis.
El lunes 29 de mayo amaneció como un día cualquiera. Los Carrola —Miguel Ángel, Jesús Ignacio y Carlos— se prepararon con precisión quirúrgica. Revisaron cargadores, limpiaron pistolas pavoneadas, una Uzi y una AK-47. Llenaron el tanque de dos vehículos, dejando uno a la salida de la ciudad por si las cosas se complicaban. Por la tarde, se vistieron para la guerra: pantalones, camisetas y calcetines negros, botas de hule espuma, armas al cinto. Como un ritual, cada uno tomó un poco de cocaína con el tapón de una pluma, un jalón tras otro, y guardaron un gramo envuelto en papel. Salieron de su casa, sin saber que no regresarían.
Días después, los encontraron ejecutados dentro de una camioneta gris, cada uno con tres balazos en la cabeza. El asesino dejó un mensaje claro: esto iba en serio. La escena fue alterada por los agentes que llegaron al lugar. La prensa, como siempre, especuló: algunos apuntaron al cártel de los Arellano Félix, otros al de Tepito. Un periodista osado mencionó a Iván Maciel Luna como posible línea de investigación, pero poco después sufrió un atentado que lo hundió aún más en el alcoholismo. Nadie mencionó que todos los disparos provenían de la misma arma, una pista que señalaba a alguien de confianza, tal vez su propio creador. La ejecución, al puro estilo de la Brigada Blanca, no pasó desapercibida para Guillermo González Calderoni, quien, desde su exilio, apuró a su editor para terminar el libro sobre la podredumbre del sistema político mexicano.
En los cafés de los choyeros, las reacciones variaron. Algunos celebraron: “¡Así tenían que terminar!”. Otros, más sobrios, murmuraron: “Pobres, pero el que a hierro mata, a hierro muere”. Jacinto Romero, un bohemio conocido, se compadeció: “No se merecían morir así. Les debieron dar oportunidad de defenderse. Todavía traían las armas en la cintura y la coca en la bolsa. Fue su propio jefe quien los ejecutó”. Los parroquianos del bar El Íntimo lo dejaron hablar, recordando cómo ese mismo hombre había dado que hablar el día que mataron a Fernando Jordán de la Toba.
Días después, Leo Lara se presentó ante Tomás Cota Sánchez para cobrar los otros 50 mil dólares.
—Choyero se puso histérico cuando supo que acabamos con los Carrola —mintió Leo, para aligerar la tensión que sintió al verlo.
—¿Qué chingados pasa con Calderoni? —preguntó Tomás, cortante.
—No sé. Supe que le mandó unos papeles a Jacinto Romero, pero no sé qué contenían.
—Toma —Tomás le entregó una bolsa negra con el dinero prometido. —Te llamo cuando necesite otro jale.
—Sabes que es un honor servirte —respondió Leo, con una sonrisa forzada.
—Nos vemos. Salúdame a Choyero —se despidió Tomás, subiendo a una camioneta Durango con vidrios polarizados, manejada por Florencio Cruz y con tres hombres a bordo.
—Pendejo —pensó Leo, riendo para sus adentros. —Si supiera que otros se nos adelantaron en el jale. Pero para que vea que no soy desagradecido, voy a matar a Calderoni como regalo en su próximo cumpleaños
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