Detienen a Rodimiro

Detienen a Rodimiro Tras un año protegiendo a narcotraficantes en contubernio con los jefes políticos del estado, el comandante Alberto Robledo Serrano fue trasladado en 1991 a Tamaulipas, donde continuó sirviendo a los intereses de los capos más poderosos. En su lugar, llegó a Baja California Sur un nuevo comandante, procedente de San Luis Río Colorado, con una reputación temida. Apenas una semana después de su arribo, en colaboración con Guillermo Murrieta López, encabezó un operativo que culminó con la detención de varios narcotraficantes que operaban en la Isla del Carmen. Los periodistas Alberto González y Jacinto Romero entrevistaban al delegado de la PGR, Mario Lagos Hernández, cuando un grupo de agentes federales, acompañados por sus "madrinas", irrumpió en las oficinas de Márquez de León con siete detenidos. Entre ellos, Alberto reconoció a uno de inmediato. —¡Mira! —le susurró a Jacinto— Ese cabrón es Rodimiro Amaya Téllez. —¿Quién es ese pendejo? —preguntó el joven reportero de El Madrugador, aún inexperto. —Es el presidente de la Asociación de Agricultores del Valle de Santo Domingo, un tipo muy pesado —respondió Alberto con gravedad. Los agentes federales provenientes de Sonora no eran mejores que los temidos Carrola. A los pocos días de su llegada, se supo que uno de ellos había causado la muerte de tres marineros ebrios en San Luis Río Colorado. Los hombres, según la versión oficial, se habían abalanzado sobre el vehículo del agente, quien no fue procesado gracias a esa dudosa coartada jurídica. En La Paz, Baja California Sur, los excesos de los federales no tardaron en manifestarse. Un incidente ocurrió cuando un agente, furioso porque Mario López, un trabajador del Seguro Social, lo rebasó en la esquina de 5 de Mayo y Valentín Gómez Farías, lo persiguió y lo obligó a bajar de su auto para exigirle una disculpa. —¿Por qué? —preguntó Mario, desconcertado. —¡Porque soy federal, cabrón! —respondió el agente, sacando su pistola. —No tengo la culpa —replicó Mario, riendo, antes de propinarle un puñetazo que lo derribó. El federal disparó, pero la bala solo rozó el abdomen de Mario. La llegada de curiosos y la mancha de sangre en la camisa evitaron un desenlace fatal. Aunque Mario y su familia denunciaron el incidente, el procurador no actuó. En lugar de sancionar al agente, decomisó su vehículo y lo vendió a una licenciada que trabajaba como ministerio público en el juzgado penal. Otro caso escandaloso ocurrió en una vivienda de las calles 16 de Septiembre y Guillermo Prieto, donde un federal golpeó a un homosexual por no satisfacerlo sexualmente. Este incidente, junto con la detención de Rodimiro Amaya, un prominente priista, fue hábilmente opacado por el procurador de justicia, quien utilizó a los medios locales para crear una cortina de humo. Los diarios criticaron duramente a los federales, reavivando las heridas dejadas por los Carrola. —¡Chingada madre! —gritó el comandante Guillermo Murrieta en el prostíbulo El Rey, estrellando dos botellas de whisky contra el suelo—. ¡Se me fue el negocio de mi vida! —masculló, mientras ordenaba a los músicos—: ¡Toquen, cabrones! Martín "El Chicle" Hirales intentó animar el ambiente con un corrido de narcos y federales, pero Murrieta lo interrumpió: —¡Esa no, güey! —El comandante estaba dolido; los Carrola le habían advertido que en Baja California Sur los políticos estaban metidos en el narcotráfico. Solo era cuestión de saber negociar. El Peninsular fue el único medio que publicó una nota completa sobre el operativo en la Isla del Carmen, donde se decomisaron turbosina, pangas, cuatrimotos, binoculares, armas largas, cartuchos y radios de banda corta. El boletín oficial solo mencionó a cinco detenidos. Días después, el juzgado liberó a tres de ellos, dejando como responsables a César Bejarano Cervantes y Rubén Palacios Guitrón. Alberto González, convencido de la implicación de Rodimiro Amaya, insistió en su columna en vincularlo con los narcos, pero cometió un grave error: en lugar de mencionar a "Patillas" Gutiérrez, señaló al "Yaqui" Gutiérrez, quien no tenía relación alguna con el caso. La hija del Yaqui, con justa razón, exigió una rectificación. El Peninsular publicó una disculpa, pero no profundizó en investigar al verdadero acompañante de Rodimiro. Algunos periodistas murmuraron que Amaya había silenciado a los medios con un fajo de billetes verdes. Rodimiro, presidente de la Asociación de Agricultores, quedó intocado. Los medios, controlados por el gobernador Víctor Manuel Liceaga Ruibal a través de su secretario de gobierno, su jefe de prensa o, en menor medida, el secretario de finanzas, no volvieron a mencionarlo. El comandante de San Luis Río Colorado fue reubicado por exponer a narcotraficantes ligados al hermano del presidente de la República. Su segundo al mando ocupó su lugar brevemente, y desde entonces, los narcos protegidos por Raúl Salinas de Gortari operaron sin problemas. —¿Por qué corrieron al comandante? —preguntaron Alberto González y Jacinto Romero al delegado de la PGR, Mario Lagos. —No lo corrimos —respondió con calma—. Le cayó mal el clima de Baja California Sur. Por su salud, tuvo que irse a otro estado. —¡Ah, qué Mario! —balbuceó Alberto—. Eso no se lo cree ni un niño. Lagos esquivó el tema, pero les dio un nuevo hilo: —Investiguen al primer procurador de la administración liceaguista. Está traficando con abulón. Ahí tienen una buena nota, para que informen con veracidad al pueblo —dijo, astuto, dorándoles la píldora. Otro evento que desvío la atención de Rodimiro ocurrió una madrugada, cuando un avión de la Fuerza Aérea Mexicana despertó a La Paz persiguiendo una avioneta Cessna procedente de Cali, Colombia, que cruzó la frontera por Guatemala. Alertados por aviones espías estadounidenses, los militares siguieron la nave hasta una pista construida por los gringos cerca del hotel Las Cruces, a 40 kilómetros de la capital. En una persecución digna de una película, militares y agentes de la PGR localizaron a los narcos en una casona de las calles Ocampo y México, cuando intentaban escapar saltando la barda de una bodega en Antonio Álvarez Rico, frente a una escuela de Conalep. Un año después, esa misma bodega sirvió como casa de campaña del candidato priista a la gubernatura, Guillermo Mercado Romero. El operativo decomisó 720 kilos de cocaína base y una silla de montar adornada con iniciales en oro: "PG". Estas coincidían con las de Patricia Gutiérrez, esposa del gobernador Liceaga, quien, para evitar especulaciones, añadió el apellido de su padre, quedando como Patricia Hernández. —¡Mamacita! — exclamó Tanayo Solano en el club Nido de las Águilas, recordando a su hijastra Patricia. —¡Cállate, pendejo! —le espetó el Bitoque Velarde—. Es tu hija, cabrón, respétala. —Nomás decía, güey —respondió Tanayo, alardeando. Patricia, convertida en una mujer de formas exuberantes tras su matrimonio, hacía suspirar a más de uno. Sin embargo, tanto el Bitoque como Tanayo, víctimas del alcoholismo, murieron antes del incidente de la silla, olvidados como "borrachos apestosos" por una sociedad que no comprende que el alcoholismo es una enfermedad del alma, la mente y el cuerpo. Para calmar a la DEA, la PGR reportó la detención de un perito de tránsito, a quien el periodista Luis Ernesto Servín había pedido a los Carrola que no molestaran cuando bajaba del transbordador, y de un supuesto albañil. Los peces gordos, como siempre, salieron ilesos. Jacinto Romero, fiel a la promesa hecha tras el asesinato de Fernando Jordán de la Toba, escribió sobre el caso, inspirándose en notas de La Cotorra. Por seguridad, omitió los nombres de los funcionarios implicados. Su artículo, titulado “Borrachines y mariguanitos presos; los peces gordos sueltos”, denunciaba cómo la necesidad de heroína en Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial permitió la siembra de amapola en México, con Sinaloa controlando el 90% del negocio. Los orientales de la compañía Du Boleo en Santa Rosalía conocían la técnica de cultivo de amapola, pero la usaban solo para consumo personal, sin causar problemas, según el Manifiesto de los Pachecos. Sin embargo, el tráfico de drogas generó una guerra ambigua: se combatía, pero también se toleraba, a menudo bajo el control de las mismas autoridades. En Baja California Sur, durante los últimos sexenios, seis o siete personas dominaban el narcotráfico. Por eso resultó inverosímil que solo un perito de tránsito y un albañil fueran señalados como responsables del cargamento hallado en Ocampo y México, cuando todos sabían que un “chalán” trabajaba junto a ellos para Manuel Rodríguez López, el hombre que regaló la silla de montar. Al día siguiente de la publicación, Julio César Saucedo, por órdenes del gobernador, llamó al editor de El Guaycura y le exigió despedir a Jacinto. —Ustedes mandan —respondió el editor, sumiso—. Esta es su última semana. —El señor quedará agradecido —replicó Saucedo—. Te enviará un regalito por mi conducto. —Okey, señor —se despidió el editor, pensando en el dinero y no en la familia que quedaría desamparada. Jacinto, sin saber de la traición, llegó con sus notas semanales. —Fíjate, ya no puedes seguir con nosotros. No hay dinero para pagarte —le dijo el director. —¿Cómo? ¡Si apenas me tiran cien pesos a la semana! —replicó Jacinto, dándose cuenta de que lo despedían por órdenes del gobierno liceaguista. —Ni modo —sentenció el director—. Así son las cosas. Jacinto al quedarse sin trabajo ya que habia renunciado al diario el madrugador donde probó la tinta del periodismo decidió independizarse construyendo para si la Revista Cárcel Propia que salió a la luz publica en marzo de 1992.

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